Durante el Congreso Eucarístico Mundial 2021, Sofía, miembro de la Comunidad del Emmanuel, dio testimonio de su encuentro con Dios vivido en la Eucaristía cuando ella era adolescente y no tenía fe. Un encuentro que transformó su corazón.
Desde que era niña, tan pronto como me acuerdo, deseaba algo más en mi vida. Tenía, sin embargo, todo lo que hacía feliz a un niño. Tenía una mamá, un papá, hermanos y hermanas. Tenía una casa, un jardín, vacaciones y amigos de colegio. Era verdaderamente feliz. No obstante, algo faltaba. Una pregunta venía siempre a mi mente: “¿es todo?”, “¿no hay más en la vida?” Mi alma buscaba un hogar, y no sabía donde encontrarlo.
Bueno, no es completamente verdadera la afirmación de que yo tenía todo. Yo tenía todo, salvo la fe. Había crecido sin fe, sin Iglesia. En mi familia la iglesia no era una opción. Era para otros, pero no para nosotros. Pero Dios sí era importante para mi familia. Mis padres buscaban a Dios de forma intensa, pero no sabían dónde buscarlo.
Y si miramos lo que disponible en el “mercado” espiritual cuando no se sabe donde encontrar a Dios, hallamos: sofismo, espiritualidad hindú, un poco de esoterismo, de psicología… Y todo lo que ese “mercado” podía ofrecer ocupó mi juventud.
“Mi mundo colapsó”
Cuando cumplí 14 años, mis padres nos reunieron a mí y a mis hermanos. Era una noche, un poco antes de Navidad. Nos anunciaron que se iban a divorciar. Jamás en mi vida había pensado que esto iba a pasar en mi familia. Pensaba que eso les pasaba a otros, pero no a mis padres. Yo siendo una adolescente, convertida en una joven mujer vi como mi mundo y mi familia se colapsaban. En el exterior todo iba bien: no me iba mal en la escuela, como sí les pasaba a otros que habían vivido un divorcio. Yo estaba bien, mis notas eran buenas, tenía amigos…
A los 14-15 años comencé a experimentar la vida nocturna: frecuentaba las discotecas, engañando siempre sobre mi edad. Cuando tenía 14 años, el personal de los antros pensaba que yo tenía 19 años. Hacía todo lo que se hace cuando se es joven: iba a la vida nocturna, fumaba cigarrillos, bebía, salía cada dos días; tenía una visión muy consensualista de todo, y estaba convencida de tener un pensamiento muy independiente. Pero una pregunta me venía sin cesar: ¿eso es todo lo que la vida puede ofrecer?.
Un extraño viaje
Mi madre halló la fe en Cristo, poco después de haberse separado de mi padre. Teníamos entonces los nuevos amigos cristianos de mi madre. Una de sus amigas me invitó a acompañarla a un viaje. No era un viaje normal, se llamaba un peregrinaje. En verdad no me entusiasmaba mucho la idea de ir a descubrir lo que era un peregrinaje, pero el viaje se hacía a Amsterdam, a lugares conocidos y además la amiga de mi madre me dijo que nos íbamos en un bus lleno de jóvenes. Pensé: “¿Jóvenes que van a un peregrinaje?. Deben ser super raros. Seguramente nunca han conocido una discoteca desde dentro”. Pero mi curiosidad estaba lanzada y acepté acompañar a mi amiga.
Pensé que el viaje de 15 horas en bus sería moderadamente agradable, pero a causa de un error en la organización me tocó viajar en un bus lleno de ancianos, sin la compañía de ningún joven. Tenía 17 años en la época y ustedes pueden imaginar lo que significaba para mí viajar 15 horas en un bus con personas de esa edad.
La etapa siguiente se llevó a cabo en Ámsterdam: un evento en un estadio con diez mil personas, sacerdotes, obispos, todo eso que yo no conocía. Ellos cantaban, predicaban, daban testimonios… pero nada eso me tocaba, nada. En la tarde se celebró la Santa Misa. No conocía la misa, y no quería conocerla. Pero sabía una cosa: no podía ir a la comunión porque no estaba bautizada. Mi madre me lo había dicho justo antes de partir: “Puedes ir con los brazos cruzados delante del sacerdote y recibirás una bendición en el momento de la comunión”.
¿Crees que Es Jesucristo?
Cuando el momento llegó me dije: ¿Por qué no? Entonces hice la fila ante uno de los muchos sacerdotes que distribuían la comunión. Y cuando llegué delante de él, el sacerdote, en lugar de darme una bendición, quiso darme la comunión. Entonces permanecí ahí, un poco incómoda, y le dije: “no hago parte de tu club, no puedo tomar la comunión”. Esta situación fue un poco rara, porque le dije al sacerdote que no conocía sus reglas, pero que conocía una y que él también debía conocerla. Permanecí ahí, y no sabía que hacer. El sacerdote entonces hizo una pausa y levantó un pequeño pedazo de pan -que seguro no era para mí- delante de mis ojos y me preguntó: “¿Crees qué Es Jesucristo?. Y se quedó parado allí, y de repente las diez mil personas que estaban alrededor mío desaparecieron y el sacerdote también. En mi campo de visión no había más que ese pequeño pedazo de pan y yo. Y el sacerdote me pidió una respuesta. Era una pregunta muy directa, que exigía una respuesta directa. La respuesta más natural habría sido: “no, no lo creo”. Pero alguna cosa me bloqueó. Yo estaba ahí mirando ese pequeño pedazo de pan blanco.
De repente esa confrontación entre ese pan y yo se convirtió en un encuentro. Un encuentro que cambió total y complemente mi corazón.
Con una certeza impensada, pero perfecta, respondí al sacerdote: “Si, yo creo”. Era ese encuentro con lo que yo había buscado sin poderlo encontrar. Un encuentro con mi Dios, con mi creador, con mi Padre. El sacerdote puso entonces la comunión sobre mi lengua. Y yo estaba agitada, y eso explotó en mi como una bomba. Estaba tan profundamente conmovida que empecé a temblar. Regresé a mi silla como pude y me arrodillé: las lágrimas recorrían mi rostro. Eran lágrimas de alegría. Las lágrimas de la alegría de un mendigo que encontraba hogar. La alegría de un Dios que dijo: “Sofía, tu eres tan preciosa para mi que he dado todo por ti”.
A pesar de mi agitación, estuve completamente lúcida sobre lo que me había pasado. Parecía natural, no era extraño, sino abrumador. Sabía qué en ese momento preciso había encontrado el más grande amor que hay. Lo encontré cara a cara, y el amor fue mayor de lo que me atrevía a esperar. En medio de ese temblor y de esas lágrimas había encontrado una paz y una alegría profundas. Era la alegría de ser conocida, profundamente conocida y también amada. Un año más tarde fui bautizada con mi hermano menor quien también encontró a Cristo. Él se acostó una noche sin fe y se levantó al otro día con la fe en la Eucaristía.
Dios es más grande
Ahora ustedes pueden decir: “pero, espera un minuto, recibir la comunión sin ser católica ni bautizada, eso no puede ser”. Es verdad, eso no puede ser. Y le pregunté sobre eso al Señor en mi oración. No sé que hubo en la cabeza de ese sacerdote, y no sé por qué lo hizo. No había debido hacerlo. Soy la primera en decir que la Iglesia pone ciertas condiciones para dar la comunión, que tienen mucho sentido. Pero solamente se, que, aunque las reglas tienen sentido y que no recomendaría jamás a nadie de ir a “ensayar” la comunión, Dios, sin embargo, es más grande. Evidentemente no volví a tomar la comunión antes de ser bautizada, confirmada y de recibir mi primera… mi segunda comunión. No sé por qué el sacerdote actuó de esa manera, pero sé que Dios, en ese momento preciso, entró de manera muy poderosa en mi vida y la cambió para siempre. Todo lo que sé es que la promesa de Dios en Jeremías 29,11 es verdadera cuando dice “conozco los pensamientos que formo sobre ustedes, pensamientos de paz y no de desgracia, de darles un porvenir de esperanza”.
Entonces quiero invitarlos a no callar esa pregunta que seguramente en sus corazones les dice: “¿no hay más en la vida?”. Pídanle a Dios que se muestre a ustedes. Suplíquenle que les muestre cual es verdaderamente la respuesta a sus deseos. Ese mismo Dios que conocí en la Eucaristía cuando tenía 17 años, estará aquí en el escenario en un momento. El podría hacerte la misma pregunta que me hicieron a mí: “¿Quién soy yo para ti?”. El te desafía a responder. Ese mismo Dios quiere decirte hoy: “Soy tu Dios, soy la respuesta a tu deseo. Soy tu creador y su tu Padre”. Ese mismo Dios quiere decirnos a cada uno de nosotros hoy que en Él está toda sanación, todo propósito, todo significado y toda belleza para tu vida.
Ahora pongámonos de rodillas y acojámosle.
NOTA: Sophia Kuby, nació en Alemania y desde el momento de su conversión, sigue teniendo una fe ardiente y una cosmovisión cristiana inquebrantable. Abogada y filósofa, es miembro y colaboradora de la asociación “Alliance Defending Freedom ADF International”, que es una organización cristiana que defiende el derecho a la libertad religiosa en el mundo. Actualmente vive en Viena, Austria.
Publicó su primer libro en 2018 sobre el deseo y la falta de felicidad. Ese libro fue nominado al premio de “mejor libro cristiano de Francia” en 2019.